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BOXEO

4 de abril de 2018

Hernán Guajardo dará una charla en Firpo

Hernán Guajardo se entrenó en el Luna Park con glorias del ring como Víctor Galíndez y Horacio Saldaño y luego se convirtió en anticuario. Muchos años después volvió al cuadrilátero pero como réferi profesional. De Tito Lectoure y bolos en telenovelas a muebles Luis XV, una vida entre cuerdas y antigüedades.

La charla abierta será en el salón de usos múltiples de Firpo, este viernes a las 21.30 horas. Está organizada por la Comisión de Boxeo en formación, más el aporte de Carlos Gasparini (Promotor Nacional de Boxeo)

La historia de Hernán Guajardo en un flash informativo

La primera vez que se calzó los guantes fue en el Club Social y Deportivo Unidos, de Pompeya, la meca del boxeo amateur. En el Unidos, adonde iba de lunes a viernes después de trabajar como cadete en un almacén, empezó a saltar la soga, vendarse, pararse en el ring, defenderse, golpear y recibir golpes. Ese era, y él lo sabía, el primer paso para llegar al templo del box, el Luna Park, donde entrenaban los púgiles famosos.

El Luna Park estaba custodiado entonces por un canoso de traje, bajo y gordito, que no sonreía nunca, ni siquiera cuando saludaba a Tito Lectoure, el productor deportivo más importante de la Argentina y dueño del estadio. Hernán Guajardo estudió los movimientos y los gestos del portero, porque iba seguido a la puerta del gimnasio, sobre la calle Lavalle, con la intención de ver a algún boxeador, hasta que un mediodía se animó a encararlo.

–Yo soy boxeador y voy a empezar a entrenar acá porque Tito Lectoure me está esperando –dijo Guajardo, con la ropa de entrenamiento en un bolsito–. Tito me dijo que venga porque me va a probar.

El portero miró al chico en silencio, dudando de su palabra, y le respondió:

–Si Tito te dijo, esperalo en el gimnasio.

Alrededor de los tres rings para guanteo, marcados sobre el suelo, sin lona, unos 20 boxeadores con trajes de entrenamiento negros, amarillos, azules, rojos y botas de cuero saltaban la soga, golpeaban la hilera de bolsas y punching balls y hacían sombra, es decir, tiraban piñas al aire intentando golpear la propia sombra, un ejercicio para mejorar la postura, para estilizarla. El aire olía a transpiración, cuero, y una mezcla de alcohol alcanforado, vaselina líquida y aceite verde que todos usaban para los dolores musculares. Guajardo caminó hasta el fondo del gimnasio, ocupado por la escudería del entrenador Juan Carlos Cuello, integrada por figuras como Víctor Galíndez y Horacio Saldaño, ambos con apodos de felinos: el primero, El Leopardo de Morón y el segundo, La Pantera Tucumana. Se acercó a un hombre morocho que tenía –pensó– cara de boxeador con muchas batallas, la nariz chata, los pómulos prominentes, las cejas atravesadas por cicatrices. Cuando se presentó ante él con la misma mentira con la que había convencido al portero, que estaba ahí para probarse ante Tito Lectoure, supo quién era ese hombre: Ramón “El Matador” La Cruz, ex campeón argentino y sudamericano de la categoría welter, que ahora era entrenador en el equipo de Juan Carlos Cuello.

¿Cuántas peleas amateurs tenés, pibe?  le preguntó Ramón

La Cruz, chaqueño.

Siete, en Unidos de Pompeya, y gané todas respondió él, quien, a los 15 años tenía, en verdad, cero peleas en su historial.

Andá a vestirte y vení a verme.

Guajardo fue al vestuario, se puso un short, se dejó las zapatillas de lona –el único calzado que tenía y se plantó frente a Ramón La Cruz, quien le dijo que hiciera sombra.

¡No, no, no, pibe! interrumpió enseguida el entrenador, al ver los movimientos imprecisos de un chico de 15 años que, por su baja talla, arañando los 54 kilos, parecía menor. ¡Vos estás para vender café! Si querés boxear, tenés que aprender. Seguí a ese muchacho y señaló a uno de los boxeadores, no uno famoso, seguramente un sparring, al que le pidió que le enseñara al pibe nuevo a hacer gimnasia.

Al rato entró en el gimnasio Tito Lectoure, alto, el porte elegante de siempre, pero no de traje y zapatos lustrados, como salía en las revistas, sino de jogging azul y zapatillas. De pie y con los brazos cruzados, como todos los días, apuntó mentalmente a los ausentes y observó el trabajo de los presentes. Vio en el fondo a un morocho flaquito que no conocía, con el pelo no muy largo, pero sí desprolijo, y se acercó a Ramón La Cruz para preguntarle quién era.

Cagué, pensó Guajardo, mientras Tito Lectoure caminaba hacia él. Cuando el empresario le preguntó quién era, quién le había dicho que fuera a entrenar ahí, Guajardo ya se había quedado sin mentira, así que no le quedó otra que decirle que se había animado a entrar porque quería prepararse en el Luna Park para ser boxeador. Tito Lectoure lo abrazó por los hombros y lo condujo hasta la vereda de Lavalle, donde le dijo:

Te vas a la peluquería de Juancito, acá sobre la avenida Alem, y le decís que yo te mandé para que te corte el pelo. Y después venís a verme. Porque mis boxeadores, pibe, no usan el pelo largo.

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